Trent'anni fa la Mediazione Pontificia permise a Cile e Argentina di raggiungere un accordo su un grave contenzioso, che rischiava di trascinare i due Paesi in guerra. Venerdì 5 dicembre si è celebrato a Monte Aymond, località patagonica $\sul confine cileno-argentino, il trentennale della Mediazione alla presenza dei Capi di Stato del Cile, Sig.ra Michelle Bachelet Jeria, e dell'Argentina, Sig.ra Cristina Fernández de Kirchner. La Santa Sede è stata rappresentata dal Cardinale Odilo Pedro Scherer, Arcivescovo di São Paulo, in qualità di Inviato Straordinario in Missione Speciale, latore del Messaggio del Santo Padre Benedetto XVI, di cui pubblichiamo il testo integrale e una nostra tradizione italiana.
A la Excma. Sra. Michelle
Bachelet Jeria,
Presidenta de la República
de ChileSeñora Presidenta,
Con viva satisfacción he tenido conocimiento de la iniciativa que, conjuntamente con la Excma. Presidenta de Argentina, se llevará a cabo, el próximo día 5 de diciembre, para recordar el trigésimo aniversario del comienzo de la intervención personal de mi recordado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, en la solución del antiguo diferendo que ambos países mantuvieron sobre la determinación de sus límites en la Zona Austral del Continente.
La decisión de poner solemnemente en el Monte Aymond, frontera entre los dos Países, la primera piedra de un monumento conmemorativo de dicha efeméride, me brinda la ocasión de evocar aquellos primeros días de diciembre de 1978, cuando los dirigentes de esas dos queridas Naciones llegaron a pensar que se había agotado toda posibilidad de lograr un acuerdo que pusiera fin a su secular controversia; más aún les parecía difícil acoger la sugerencia que el Pontífice les había hecho en su mensaje del 11 de ese mes, para que insistieran en un examen sereno y responsable del problema, de modo que prevalecieran las exigencias de la justicia, la equidad y la prudencia como fundamento seguro y estable de la convivencia fraterna entre los Pueblos, chileno y argentino.
Conociendo los profundos deseos de paz de ambas Naciones, que desde hacía tiempo habían sido presentados al Sumo Pontífice por los respectivos Pastores de esos dos Países de arraigada tradición católica, Juan Pablo II, impulsado por su especial sensibilidad para concretar la misión recibida del Príncipe de la Paz, sintió la necesidad de ofrecer una nueva y peculiar intervención suya, de carácter más personal.
Es bien sabido que su decisión, anunciada el 22 de diciembre de 1978, de enviar al Señor Cardenal Antonio Samoré a las respectivas capitales, detuvo providencialmente el enfrentamiento bélico y llevó, como colofón de la misión fiel y generosamente cumplida por el recordado Purpurado, a la firma de los Acuerdos de Montevideo, en el Palacio Taranco, el 8 de enero de 1979. Éstos incluían una apuesta decidida de los dos Gobiernos por la paz, la cual quedaba expresada en la petición al Sucesor de san Pedro para que actuara como mediador con la finalidad de guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución definitiva de las discrepancias.
La aceptación de esa solicitud, cuyas exigencias iban más allá de las previsiones iniciales del posible compromiso del Papa y de la praxis habitual de la actividad internacional de la Santa Sede, representó en realidad el primer paso del largo y complejo camino de la mediación, en la que los trabajos del Cardenal Samoré como Representante personal del Sumo Pontífice, junto con sus colaboradores, y de las Delegaciones de los dos Países, bajo la dirección de sus autoridades, condujo a la conclusión feliz de la disensión sobre la Zona Austral, con la firma del Tratado de Paz y Amistad.
Por ello, deseo unirme ahora con gratitud y gozo a la celebración especial de ese hecho histórico por parte de las Presidentes de ambos Países, que agradecen la obra de mi Predecesor, que tanto se distinguió durante su largo Pontificado por la promoción de la concordia entre todos los pueblos.
Dicho éxito, causando una agradable e inesperada sorpresa en el mundo, fue un ejemplo de como, ante cualquier controversia, se debe vencer siempre el desánimo y no dar nunca por agotado el camino del diálogo paciente y de la negociación conducida con sabiduría y prudencia, para alcanzar una solución justa y digna a través de medios pacíficos, propios de pueblos civilizados, sobre todo cuando sus miembros se saben, además, hermanos e hijos de un único Dios y Padre.
La historia reciente, con la experiencia de varios intentos fatalmente fallidos y de soluciones drásticas que, en controversias en distintos escenarios del mundo, han generado gravísimas consecuencias, nos ayuda a descubrir los horrores que aquella mediación pontificia evitó a los pueblos chileno y argentino, e incluso a otras naciones de la región. Y la realidad de hoy, con los abundantes resultados positivos de la colaboración mutua entre los dos Países, y que son un testimonio ejemplar e innegable de los frutos de la paz, empezó a gestarse hace ahora treinta años.
A la vez que doy gracias a Dios por tantos beneficios recibidos por medio de su Hijo, el Príncipe de la Paz, y por intercesión de la Santísima Virgen María, en sus advocaciones del Carmen y de Luján, imparto de corazón a las nobles Naciones de Chile y Argentina una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 29 de noviembre de 2008
* * *
A la Excma. Sra. Cristina
Fernández de Kirchner,
Presidenta de la República
de ArgentinaSeñora Presidenta,
Con viva satisfacción he tenido conocimiento de la iniciativa que, conjuntamente con la Excma. Presidenta de Chile, se llevará a cabo, el próximo día 5 de diciembre, para recordar el trigésimo aniversario del comienzo de la intervención personal de mi recordado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, en la solución del antiguo diferendo que ambos países mantuvieron sobre la determinación de sus límites en la Zona Austral del Continente.
La decisión de poner solemnemente en el Monte Aymond, frontera entre los dos Países, la primera piedra de un monumento conmemorativo de dicha efeméride, me brinda la ocasión de evocar aquellos primeros días de diciembre de 1978, cuando los dirigentes de esas dos queridas Naciones llegaron a pensar que se había agotado toda posibilidad de lograr un acuerdo que pusiera fin a su secular controversia; más aún les parecía difícil acoger la sugerencia que el Pontífice les había hecho en su mensaje del 11 de ese mes, para que insistieran en un examen sereno y responsable del problema, de modo que prevalecieran las exigencias de la justicia, la equidad y la prudencia como fundamento seguro y estable de la convivencia fraterna entre los Pueblos, argentino y chileno.
Conociendo los profundos deseos de paz de ambas Naciones, que desde hacía tiempo habían sido presentados al Sumo Pontífice por los respectivos Pastores de esos dos Países de arraigada tradición católica, Juan Pablo II, impulsado por su especial sensibilidad para concretar la misión recibida del Príncipe de la Paz, sintió la necesidad de ofrecer una nueva y peculiar intervención suya, de carácter más personal.
Es bien sabido que su decisión, anunciada el 22 de diciembre de 1978, de enviar al Señor Cardenal Antonio Samoré a las respectivas capitales, detuvo providencialmente el enfrentamiento bélico y llevó, como colofón de la misión fiel y generosamente cumplida por el recordado Purpurado, a la firma de los Acuerdos de Montevideo, en el Palacio Taranco, el 8 de enero de 1979. Éstos incluían una apuesta decidida de los dos Gobiernos por la paz, la cual quedaba expresada en la petición al Sucesor de san Pedro para que actuara como mediador con la finalidad de guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución definitiva de las discrepancias.
La aceptación de esa solicitud, cuyas exigencias iban más allá de las previsiones iniciales del posible compromiso del Papa y de la praxis habitual de la actividad internacional de la Santa Sede, representó en realidad el primer paso del largo y complejo camino de la mediación, en la que los trabajos del Cardenal Samoré como Representante personal del Sumo Pontífice, junto con sus colaboradores, y de las Delegaciones de los dos Países, bajo la dirección de sus autoridades, condujo a la conclusión feliz de la disensión sobre la Zona Austral, con la firma del Tratado de Paz y Amistad.
Por ello, deseo unirme ahora con gratitud y gozo a la celebración especial de ese hecho histórico por parte de las Presidentes de ambos Países, que agradecen la obra de mi Predecesor, que tanto se distinguió durante su largo Pontificado por la promoción de la concordia entre todos los pueblos.
Dicho éxito, causando una agradable e inesperada sorpresa en el mundo, fue un ejemplo de como, ante cualquier controversia, se debe vencer siempre el desánimo y no dar nunca por agotado el camino del diálogo paciente y de la negociación conducida con sabiduría y prudencia, para alcanzar una solución justa y digna a través de medios pacíficos, propios de pueblos civilizados, sobre todo cuando sus miembros se saben, además, hermanos e hijos de un único Dios y Padre.
La historia reciente, con la experiencia de varios intentos fatalmente fallidos y de soluciones drásticas que, en controversias en distintos escenarios del mundo, han generado gravísimas consecuencias, nos ayuda a descubrir los horrores que aquella mediación pontificia evitó a los pueblos argentino y chileno, e incluso a otras naciones de la región. Y la realidad de hoy, con los abundantes resultados positivos de la colaboración mutua entre los dos Países, y que son un testimonio ejemplar e innegable de los frutos de la paz, empezó a gestarse hace ahora treinta años.
A la vez que doy gracias a Dios por tantos beneficios recibidos por medio de su Hijo, el Príncipe de la Paz, y por intercesión de la Santísima Virgen María, en sus advocaciones de Luján y del Carmen, imparto de corazón a las nobles Naciones de Argentina y Chile una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 29 de noviembre de 2008
Diamo di seguito una nostra traduzione italiana dei due Messaggi del Papa:
Signora Presidente,
Con viva soddisfazione ho appreso dell'iniziativa che, insieme con l'Ecc.ma Presidente dell'Argentina [del Cile], si svolgerà, il 5 dicembre, per ricordare il trentesimo anniversario dell'inizio dell'intervento personale del mio indimenticato predecessore, il servo di Dio Giovanni Paolo II, nella soluzione dell'antica controversia fra i due paesi riguardo alla definizione dei confini nella zona australe del continente.
La decisione di porre solennemente sul Monte Aymond, frontiera fra i due paesi, la prima pietra di un monumento commemorativo di tale ricorrenza, mi dà l'opportunità di ricordare quei primi giorni di dicembre 1978, quando i responsabili di queste due amate nazioni giunsero a pensare che si erano esaurite le possibilità di arrivare a un accordo che ponesse fine alla loro secolare controversia. Sembrava loro ancor più difficile accettare il suggerimento dato loro dal Pontefice nel suo messaggio dell'11 di quel mese, affinché insistessero in un esame sereno e responsabile del problema, di modo che prevalessero le esigenze della giustizia, dell'equità e della prudenza come fondamento sicuro e stabile della convivenza fraterna fra i popoli cileno e argentino [argentino e cileno].
Conoscendo i profondi aneliti di pace di entrambe le nazioni, che da tempo erano stati presentati al Sommo Pontefice dai rispettivi pastori di questi due paesi dalla radicata tradizione cattolica, Giovanni Paolo II, spinto dalla sua speciale sensibilità nel realizzare la missione ricevuta dal Principe della Pace, sentì il bisogno di offrire un suo nuovo e particolare intervento, di carattere più personale.
È risaputo che la sua decisione, annunciata il 22 dicembre 1978, di inviare il signor cardinale Antonio Samoré nelle rispettive capitali, arrestò provvidenzialmente lo scontro bellico e portò, quale conclusione della missione fedele e generosamente compiuta dall'indimenticato porporato, alla firma degli Accordi di Montevideo, nel Palazzo Taranco, l'8 gennaio 1979. Tali accordi includono una scommessa decisa dei due governi sulla pace, espressa nella richiesta al Successore di San Pietro affinché agisse come mediatore al fine di guidarli nei negoziati e di assisterli nella ricerca di una soluzione definitiva delle divergenze. L'accettazione di tale richiesta, le cui esigenze andavano al di là delle previsioni iniziali di un possibile impegno del Papa e della prassi abituale dell'attività internazionale della Santa Sede, rappresentò in realtà il primo passo del lungo e complesso cammino della mediazione, nel quale l'operato del cardinale Samoré, quale rappresentante personale del Sommo Pontefice, insieme ai suoi collaboratori, e delle delegazioni dei due paesi, sotto la direzione delle loro autorità, portò alla felice risoluzione della controversia sulla zona australe, con la firma del Trattato di Pace e di Amicizia.
Desidero pertanto unirmi ora con gratitudine e gioia alla celebrazione speciale di questo evento storico da parte dei presidenti dei due paesi che ringraziano per l'opera del mio predecessore, che si è distinto tanto nel suo lungo Pontificato per la promozione della concordia tra tutti i popoli.
Tale successo, suscitando una gradevole e inaspettata sorpresa nel mondo, fu un esempio di come, dinanzi a qualsiasi controversia, si deve sempre vincere lo sconforto e non dare mai per concluso il cammino del dialogo paziente e del negoziato condotto con saggezza e prudenza, per raggiungere una soluzione giusta e degna con mezzi pacifici, propri dei popoli civilizzati, soprattutto quando i loro membri sanno di essere anche fratelli e figli di un unico Dio e Padre.
La storia recente, con l'esperienza di vari tentativi fatalmente falliti e di soluzioni drastiche che, in controversie in diversi scenari del mondo, hanno generato gravissime conseguenze, ci aiuta a scoprire gli errori che quella mediazione pontificia evitò ai popoli cileno e argentino [argentino e cileno] e anche ad altre nazioni della regione. La realtà di oggi, con gli abbondanti risultati positivi della collaborazione fra i due paesi, che sono una testimonianza esemplare e innegabile dei frutti della pace, iniziò a emergere precisamente trent'anni fa.
Mentre rendo grazie a Dio per i tanti benefici ricevuti per mezzo di suo Figlio, il Principe della Pace, e per intercessione della Santissima Vergine Maria, nei suoi titoli del Carmen e di Luján [di Luján e del Carmen], imparto di cuore alle nobili nazioni di Cile e Argentina [Argentina e Cile] una speciale Benedizione Apostolica.
Dal Vaticano, 29 novembre 2008
(©L'Osservatore Romano - 6 dicembre 2008)
Nessun commento:
Posta un commento